Comenzaba aquel bello día no haciendo más que la rutina diaria, desayuno, cargar algunas utilidades al bolso, un rápido arreglo al pelo y abriendo de un golpe la puerta, en tres pasos a la calle nuevamente.
La selva tiene diferentes significados y no únicamente debe ser entendida como la amazónica o aquella donde abundan árboles o animales silvestres, sino que una ciudad cargada de animales al volante, de gente en estampida que corre desesperada de aquí para allá sin siquiera saber cuál es su objetivo, de enormes transportes disparatados, de taxistas furiosos y cuantos que saltan al vacío de los edificios, pues es muy ponderable en cuanto a la comparación selvática.
Ella desaparecía raudamente de su barrio, algo que siempre le molestaba, y se dirigía entre pasos y pasillos a una salida que justo daba al parque y de allí tres cuadras a la derecha, giraba nuevamente y por fin aspiraba el sabor del centro de la ciudad, lugar privilegiado para quienes tienen la capacidad de adaptarse al intenso e incesante mundo giratorio que ofrecían las grandes corporaciones cuyo eslogan claramente establecía que la vida era para vivirla y no había posibilidad alguna de descanso, por lo que el trabajo era duro y constante, pero las horas de diversión tampoco tenían desperdicios.
Por ello solía volver tarde a casa. Aún cuando a tempranas horas concluía sus labores, debía cumplir también con sus compañeros de trabajo o jefes, quienes siempre cordialmente la invitaban para que quede a amenizar alguna velada que por algún motivo de celebración se hacía, muy comúnmente, esto es, por lo menos unas 3 o 4 veces a la semana. Un grupo selecto de amigos, personas que no tenían mucha familia ni hogares, solo el trabajo y más trabajo. Altos ejecutivos, mucho dinero, pero claramente vacíos. Esas veladas duraban hasta 6 horas, y allí muchos perdían la compostura. Más de uno, luego de pensarlo durante horas y de beber hasta el agua del florero, sencillamente se asomaba al balcón, de unos 25 pisos de altura, y después de despedirse amenamente, pues hacía el gran salto. Era muy común en ese ámbito. Ella sobrellevaba justamente una carga emocional un tiempo, porque se había acostado varias veces con un joven de unos 35 años de edad, un alto ejecutivo que de un día para otro, o mejor de una noche para otra, luego de haberla penetrado hasta moverle las costillas, porque era un hombre grande y entre los pantaloncillos su enorme físico se podía detallar en varias pulgadas de pura alegría para las que con él simpatizaban, y ni bien unas horas después de ese atraque significativo para ella, él se lanzó de ese balcón del piso 25, sin pestañear. Rara situación pero el estrés causa graves desorientaciones en las personas.
Cuando volvía en las noches, a veces muy tarde, afortunadamente ella contaba con un amigo, un taxista, cuyo coche llevaba la inscripción del número "47". Siempre se preguntó por qué esa numeración siendo que la gran mayoría del parque automotor de dicha empresa tenían otros números con más dígitos, pero enseguida olvidaba aquello y más tranquilidad le daba regresar a casa. Sin embargo, ella no sabía que aquel no era un taxista cualquiera. Se trataba de su padre, quien la cuidada de ese modo sin que ella lo supiera. Él nunca le dijo que realmente era su progenitor, y en más de los viajes que hacían, ambos guardaban silencio en todo el camino. Pero él la mirada y sabía que por lo menos podía llevarla a su casa sana y salva. Esa era su labor. Pasaron los años y ella también eligió la salida del balcón del piso 25. Ese día, él esperó frente al edificio, horas, días, semanas y hasta un año entero, sin saber lo que aconteció.
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